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lunes, 28 de octubre de 2013

En la víspera de noviembre, de Lady Wilde (leyenda irlandesa)

November Eve es una de las leyendas incluidas en Ancient Legends, Mystic Charms, and Superstitions of Ireland, de Lady Francesca Wilde (1821 - 1896). La traducción la he hecho yo mismo y aquí podéis encontrar su versión original. 




Fairy song
A fairy song, illustración de Arthur Rackham.
Se considera una muy mala idea entre los habitantes de la isla salir durante la víspera de noviembre a ocuparse de cualquier asunto, pues es cuando las criaturas mágicas tienen sus reuniones y no les gusta que las vean o las observen. Y todos los espíritus acuden junto a ellas y les ayudan. Pero los mortales deben quedarse en en casa, o sufrir las consecuencias, pues las almas de los muertos tienen poder sobre todas las cosas en esa noche del año, y celebran una fiesta con las hadas y beben vino tinto de las copas de las hadas, y bailan la música de los duendes hasta que la luna se oculta.

Hubo un hombre de pueblo que se quedó hasta tarde una víspera de noviembre pescando, y no pensó en duendes hasta que vio un gran número de luces agitándose, y una multitud pasando deprisa con cestas y sacos, todos riendo y cantando y divertiéndose mientras marchaban.

—Sois una alegre pandilla —dijo—, ¿hacia dónde os dirigís?

—Vamos a la feria —dijo un pequeño anciano que llevaba un elegante sombrero con una cinta dorada alrededor—. Ven con nosotros, Hugh King, y tendrás la más deliciosa comida y la más deliciosa bebida que hayas visto jamás.

—Y llévame esta cesta —dijo una pequeña mujer pelirroja.

Así que Hugh la agarró y fue con ellos hasta que llegaron a la feria, que estaba abarrotada con una multitud como no había visto en la isla en toda su vida. Y bailaban y reían y bebían vino tinto en pequeñas copas. Y había flautas, y arpas, y pequeños zapateros arreglando zapatos, y las cosas más hermosas del mundo para comer y beber, como si estuvieran en el palacio de un rey. Pero la cesta era muy pesada, y Hugh estaba deseando dejarla y poder ir a bailar con una pequeña belleza de largo pelo rubio que reía frente a él.

—Bueno, deja aquí la cesta —dijo la mujer pelirroja—, ya que veo que estás muy cansado —y la cogió y quitó su tapa, y de ella salió un pequeño anciano, el duende más feo y contrahecho que imaginarse pueda.

—Ah, gracias, Hugh —dijo el duende educadamente—, por haber cargado conmigo tan bien. Soy de miembros débiles, de hecho no tengo nada que pueda llamarse piernas. Pero te pagaré bien, mi buen amigo. Acerca las manos —y el pequeño diablo dejó caer sobre ellas oro, oro y más oro, brillantes guineas doradas—. Ahora vete —le dijo— y bebe a mi salud, y pásalo bien, y no tengas miedo de nada que veas u oigas.

Y le dejaron solo, salvo por el hombre con el sombrero elegante y el fajín rojo alrededor de su cintura.

—Espera un poco —dijo—, pues el rey Finvarra y su esposa se acercan a ver la feria.

Según hablaba se escuchó el sonido de un cuerno, y apareció un carruaje tirado por cuatro caballos blancos, y de él bajó un espléndido y solemne caballero vestido completamente de negro y una hermosa dama con un velo plateado sobre su cara.

—Este es el mismísimo Finvarra y la reina —dijo el pequeño anciano. Pero Hugh estuvo a punto de morirse el susto cuando Finvarra preguntó:

—¿Quién ha traído a este hombre?

Y el rey frunció el ceño y le miró tan sombriamente que Hugh casi se desmayó de miedo. Entonces todos rieron y rieron tan alto que todo pareció temblar y agitarse con el sonido de las risas. Y los bailarines se acercaron y bailaron alrededor de Hugh, e intentaron cogerle de las manos y hacerle bailar con ellos.

—¿Sabes quienes son estas gentes, y los hombres y mujeres que bailan alrededor tuya? —preguntó el anciano—. Míralos bien, ¿los habías visto antes?

Y cuando Hugh miró vio una muchacha que había muerto el año anterior, y luego otro y otro de sus amigos que sabía que habían muerto hacía mucho, y entonces vio que todos los bailarines, hombres, mujeres y muchachas, eran los muertos en sus largos sudarios blancos. E intentó escapar de ellos, pero no pudo, porque se arremolinaron a su alrededor y bailaron y rieron y lo agarraron por los brazos, e intentaron arrastrarlo al baile, y sus risas parecían atravesar su cerebro y matarlo. Y cayó ante ellos, como atrapado por el sueño, y no supo nada más hasta que le encontraron a la mañana siguiente acostado dentro del círculo de piedra de un fuerte de las hadas sobre la colina. Era evidente que había estado entre criaturas mágicas, nadie podía negarlo, ya que sus brazos estaban negros por el toque con las manos de los muertos cuando habían intentado arrastrarlo al baile. Pero ni una pizca del oro rojo que le había dado el pequeño diablo pudo encontrarse en su bolsillo. Ni una sola moneda dorada. Todo se había perdido para siempre.

Y Hugh regresó triste a su casa, porque ahora sabía que los espíritus se habían reído de él y lo habían castigado por haber molestado sus celebraciones de la víspera de noviembre, esa noche entre todas las del año en que los muertos pueden dejar sus tumbas y bailar a la luz de la luna sobre la colina, y los mortales deben quedarse en casa y no atreverse nunca a contemplarlos.


FIN

domingo, 28 de octubre de 2012

Kathleen, leyenda irlandesa (con una segunda interpretación)

Una muchacha de Innis-Sark tenía un joven y agradable novio que falleció en un desgraciado accidente, dejándola llena de tristeza.

Un atardecer, mientras lloraba desconsolada a un lado del camino, se acercó a ella una dama completamente vestida de blanco, que le tocó la mejilla diciéndole:

—No llores, Kathleen, tu amado está bien. Mira a través de esta guirnalda de hojas y lo verás. Está en buena compañía, y lleva una corona dorada en la cabeza y un fajín escarlata en la cintura.

Así que Kathleen cogió la guirnalda y miró a través de ella. En efecto, allí estaba su amado en medio de un gran grupo que bailaba sobre una colina. Estaba pálido, pero más bello que nunca, con la corona dorada ciñéndole la cabeza, como si le hubieran hecho príncipe.

Kathleen soñando con su amado.
(En realidad es una ilustración de Edward y George
Dalziel para una edición de 1865 de Cenicienta).
—Aquí dijo la dama, tengo una guirnalda mayor. Tómala, y cada vez que quieras ver a tu amado arranca una hoja y quémala. Se levantará una gran humareda y caerás en trance. Mientras estés en él tu amado te llevará a su lado a la colina de las hadas, donde podrás bailar con él toda la noche sobre la hierba. Pero no reces ni te persignes mientras esté brotando el humo o perderás a tu amado para siempre.

Desde ese momento se obró un gran cambio en Kathleen. Dejó de rezar y de asistir a misa, y ya nunca se persignaba. Pero cada noche se encerraba en su cuarto y quemaba una hoja de la guirnalda. Cuando surgía el humo caía en un profundo sopor. En esos momentos, aunque su cuerpo estuviera tendido en la cama, en realidad ella estaba lejos, en la colina de las hadas bailando junto a su amor. Era muy feliz en su nueva vida, y quería saber nada de curas, rezos o misas. En sus viajes ahora también estaban todos sus conocidos que habían muerto, que le daban la bienvenida ofreciéndole vino en pequeñas copas de cristal, pidiéndole que volviese pronto y se quedarse con ellos y su amado para siempre.

La madre de Kathleen era una buena mujer, honrada y piadosa, que se preocupó mucho del cambio de humor de su hija. Sospechando que había sido encantada por las hadas empezó a vigilarla. Una noche en la que Kathleen, como era habitual, se encerró en su cuarto, su madre se acercó sin hacer ruido y espió por una grieta de la puerta. Vio como Kathleen tomaba la guirnalda de su escondite, arrojaba una hoja al fuego y se levantaba una gran humareda, cayendo su hija sobre la cama en un profundo trance.

La mujer no pudo guardar silencio por más tiempo, pues había reconocido la obra del diablo. Cayó de rodillas y rezó en voz alta:

—¡María, madre, aleja los malos espíritus de esta niña!

E irrumpió en la habitación haciendo el signo de la cruz sobre la muchacha dormida, que inmediatamente se incorporó gritando:

—¡Madre! ¡Madre! ¡Los muertos vienen por mí! ¡Están aquí! ¡Están aquí!

Su cuerpo se agitaba con fuertes sacudidas. La pobre madre mandó a buscar al cura, que roció a la joven con agua bendita mientras rezaba por ella. Luego tomó la guirnalda de su lado y la maldijo. Instantáneamente las hierbas se convirtieron en polvo y cayeron al suelo formando un montón de cenizas. En ese instante Kathleen se tranquilizó, y pareció que los espíritus malignos la abandonaban. Pero estaba demasiado débil como para moverse, hablar o rezar. Y esa noche, antes de que el reloj diera las doce, falleció.

FIN

Leyenda de las islas occidentales de irlanda recopilada por Lady Jane Wilde Speranza (1821-1896). Traducción propia. Podéis ver descargar el original en inglés aquí.

Si habéis llegado hasta aquí quizá os estéis preguntando por la segunda interpretación a la que hace referencia el título. Pensad en lo que acabáis de leer: una leyenda de hadas y encantamientos, ¿verdad?

Eso pensé yo la primera vez. Pero tras pensar un poco en ella se me ocurrió otra interpretación de la historia: una joven en plena depresión por la pérdida de su novio se dedica a inhalar el humo de unas hierbas que le hacen tener alucinaciones. Llega un momento en que lo más importante para ella es su viaje de todas las noches y empieza a abandonar sus hábitos normales (no ira a misa en aquella época era algo serio, la gota que colmaba el vaso). Su madre se preocupa el día que la sorprende en un mal viaje y quema su reserva. Por supuesto, y para que la historia sea lo bastante ejemplarizante, la pobre muchacha acaba muriendo.

Esto no deja de ser una interpretación sin ninguna base, pero no me extrañaría que lo que pasó a la historia como una leyenda de espíritus no tuviera también su lado ejemplificador en un primer momento. Un cuentecito para disuadir a las jóvenes de jugar con ciertas hierbas.

Así que ya sabéis, niños y niñas, no aceptéis guirnaldas de desconocidos.
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