miércoles, 1 de enero de 2014

Mr. Scrooge

Scrooge miraba fijamente la ventana por dónde acababa de desaparecer el espíritu de las navidades pasadas. Trató de cerrarla, pero las manos le temblaban tan violentamente que era incapaz de deslizar el pestillo. Se las quedó mirando: arrugadas, llenas de manchas y venas azules, las manos de un hombre que se acercaba al final de su vida. Una vida que... 

"¡Tonterías!", exclamó mientras se lanzaba sobre su escritorio. Sus manos, de nuevo firmes, rebuscaban entre los cajones, arrojando al suelo pagarés, facturas, contratos. "¡Tonterías!". Tenía que estar por ahí, recordaba perfectamente haberla guardado sin pensar en tener que utilizarla nunca.

Al fin la encontró en medio de un fajo de letras de cambio. Él era Ebenezer Scrooge, y nunca había tenido que rendir cuentas a nadie. Su vida era suya, suyas sus decisiones, y ningún espíritu demoníaco tenía derecho a decirle cómo tenía que haberla vivido.

Acarició los bordes de la pequeña tarjeta mientras leía "¿A quién vas a llamar? Cazafantasmas."

martes, 24 de diciembre de 2013

Villancicos (cuento de Navidad)

Hay una única tarde al año en la que dejo de ser Marcos, Papá o Profesor para volver a ser Marquitos. Es el día de Nochebuena, cuando voy a cantar villancicos con mis amigos al belén de la parroquia. Mi mujer nos llama el "Coro de los Peterpanes" y todos los años insiste que ya estamos un poco talluditos para eso, que va siendo hora de que le dejemos el sitio a los niños del barrio. Yo siempre le contesto que los niños de hoy en día ya sólo saben de Playstations y Facebooks, y que si no vamos nosotros no lo iba a hacer nadie. Aunque los dos sabemos que es sólo una verdad a medias, que si sigo yendo es porque es el único día en que nos volvemos a juntar la antigua panda: Salva, Carlitos, el Juan...

Todo empezó con don Remigio, el cura que nos daba la religión en los Salesianos. Un año le vino la idea de que unos niños cantando podía ser una buena idea para atraer más gente al belén de la parroquia (y, de paso, pedirles que contribuyeran a la campaña de Navidad) y allá que nos llevó a las dos clases de sexto con unas cuantas panderetas y zambombas. No debió de acabar muy convencido cuando no quiso repetirlo al año siguiente. Yo siempre le he echado la culpa a los del A, que cantaban más fuerte a propósito para que no se nos escuchara a los de 6º B, empezando una pelea que se recordó en el barrio durante bastante tiempo. Aunque Carlitos, que era del A, sostiene que todo comenzó porque nosotros habíamos acaparado todas las zambombas. Mi mujer se ríe de que a estas alturas todavía sigamos discutiendo sobre esto, pero claro, ella no puede entenderlo porque en su colegio sólo había una clase por curso.

El caso es que al año siguiente a los de la panda del barrio se nos ocurrió que lo podíamos repetir por nuestra cuenta, y así empezó una tradición que este año cumple tres décadas. En ese tiempo todos hemos ido dejando el barrio y perdiendo el contacto salvo por esta tarde del año en el que volvemos a reunirnos junto al belén.



Esa noche había nevado por primera vez desde que era un chaval. Las calles cubiertas de blanco, las luces, los niños haciendo muñecos y lanzándose bolas de nieve... todo parecía haberse confabulado para montar un escenario de película navideña que acompañase los treinta años del coro. Aunque lo que de verdad hizo aquel día inolvidable fue que, después de no saber nada de él desde los ochenta, el Luisma volvió para cantar con nosotros.

Lo vimos cuando nos acercábamos desde la cafetería donde solíamos quedar. Nos costó un poco reconocerlo. Yo creo que no nos lo terminamos de creer hasta que, después de que le preguntara si era de verdad era él, me contestó:

—¡Pues claro, Carahuevo! ¿Quién iba a ser si no? ¿Papá Noel?

Nadie me había vuelto a llamar Carahuevo desde hacía más de veinte años. Fue Salva el único que tuvo presencia de ánimo para decir lo que todos estábamos pensando:

—Joder, Luisma, estás igual.

No se trataba de una frase para quedar bien. Delante de nosotros, con su sonrisa socarrona y su perpetua expresión de estar maquinando alguna nueva trastada, estaba el mismo Luis Manuel de dieciséis años al que no habíamos vuelto a ver desde que su familia hiciera las maletas y dejara la ciudad.

—No como tú, que se te nota la buena vida —la aparición señaló la barriga de Salva, que dio un respingo hacia atrás—. Bueno, ¿es que pensáis quedaros allí toda la tarde? ¿Cantamos o qué?

—Es que nos ha sorprendido volver a verte así, de repente —logré articular—. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

—Pues arriba y abajo, por ahí —dijo haciendo un gesto con el brazo como abarcando una gran cantidad de sitios. Luego volvió a sonreírnos—. Sabéis, todas las navidades me acordaba del coro y me moría de ganas de cantar con vosotros. Y cuando caí que este año era el treinta aniversario me dije, yo no me voy sin ver a la panda una última vez.

Esta vez fue Juan el que se atrevió a poner palabras a nuestros pensamientos:

—¿A dónde te vas?

—Pues arriba y abajo, ya os lo he dicho —respondió poniendo cara de aburrido. 

Dudo que hubiéramos podido sacarle algo más de haber tenido la oportunidad. En cualquier caso en ese momento apareció don Miguel, un cura joven al que habían destinado a la parroquia hace unos años, para avisarnos de que ya había gente esperando y llevarnos junto al belén.

Cuando llegamos a nuestro sitio todos intentamos evitar colocarnos junto a Luisma, que ajeno a nuestro nerviosismo se plantó entre Salva y yo echándonos un brazo por encima a cada uno mientras decía:

—Joder, esto es de verdad como en los viejos tiempos.

Durante la primera canción ni Salva ni yo dimos pie con bola, incapaces de pensar en otra cosa que en ese brazo sobre nuestros hombros, que no estaba helado ni parecía dispuesto a atravesarnos como yo había supuesto. El resto no dejaba de lanzarnos miradas furtivas esperando que el Luisma desapareciera de pronto, que nosotros dos nos cayésemos muertos o qué se yo.

Un par de villancicos después, cuando Luisma ya había cambiado de sitio, Salva aprovechó una pausa para enseñarme la foto que había hecho con el móvil:

—Mira, aquí está.

—Ya lo veo, ¿y qué?

—Pues que sale en la foto. Se supone que no debería, ¿no?

—Y yo que sé. ¿Eso no son los vampiros?

Y los dos miramos hacia Luisma que nos sonrió sin que viéramos asomar ningún colmillo.

Fue probablemente nuestra peor actuación desde aquella primera vez en sexto. Hasta don Miguel debió darse cuenta de que algo raro pasaba porque se puso a cantar con nosotros, cosa que nunca había hecho antes. Pero ya fuera por la fuerza de la costumbre o porque uno acaba acostumbrándose a todo, lo cierto es que poco a poco acabamos entrando en calor y los últimos villancicos acabaron saliéndonos bastante bien. Incluso llegué a comentarle a Salva que se dejara de sacar fotos y disfrutase que por una vez volviésemos a estar todos juntos.

Cuando terminamos don Miguel se despidió de nosotros y nos quedamos mirándonos unos a otros sin saber muy bien qué hacer. Fue precisamente Luisma el que rompió el hielo:

—Ha estado genial, tenemos que repetirlo alguna vez.

—No te preocupes —le respondí en seguida. Y, sin pensarlo mucho, añadí—. Suerte en tu viaje. Espero que vayas a un lugar mejor y...

Pero no fui capaz de terminar. Me interrumpió la carcajada de uno de los visitantes del belén, un tipo literalmente doblado en dos de la risa, que a duras penas lograba decir:

—¡A un lugar mejor! —nueva carcajada—. Marquitos, eres la ostia.

Y mientras nos quedábamos mirándolo embobados el hombre se quitó el gorro y la bufanda que ocultaban los rasgos del Luisma. Un Luisma canoso, de ojillos hundidos, y con un buen puñado de arrugas que se hacían aún más marcadas por la sonrisa que le llenaba toda la cara, la misma sonrisa que habíamos visto una y otra vez de niños cada vez que nos gastaba una de sus bromas.

—Creo que ya conocéis a mi chaval —dijo echándole un brazo por encima al chico que había cantado con nosotros—. Todo el mundo dice que se me parece un montón.

Y como nadie decía nada, continuó:

—Venga, os invito a tomar una cervecita, y así podemos ver la actuación, la he grabado entera.

Yo fui el primero en reaccionar, articulando la única respuesta válida en estas circunstancias y estampándole una bola de nieve en plena cara.



—Vaya pinta traes. ¿Ha ido bien la tarde? —me preguntó mi mujer al entrar en casa.

—La verdad es que sí, nos hemos reído mucho —y, mientras me quitaba el abrigo empapado de barro y nieve sucia, añadí—. Ha venido el Luisma. El mamón estaba igual que siempre.

FIN

sábado, 21 de diciembre de 2013

¿Por qué debería morirme?

Después de haber interrumpido por un tiempo su lectura para documentarme para la próxima entrada del blog, he vuelto a The Rise and Fall of the British Empire de Lawrence James, donde he encontrado esta simpática anécdota. Se refiere al rodaje de Las cuatro plumas (1939), de Zoltan Korda. El gobierno era consciente de la importancia de películas que diesen una buena imagen del Imperio, así que 
"... las autoridades sudanesas prestaron a Korda 4.000 askaris [soldados nativos] y el East Surrey Regiment para la espectacular recreación de la batalla de Omdurman que marcaba el clímax de Las cuatro plumas. El gobierno sudanés también ayudó a conseguir un gran número de guerreros Hadanduwa (Fuzzy-Wuzzies), que añadieron un llamativo toque de autenticidad a las secuencias bélicas. Según una información sobre la película que apareció en el Picture Post, fue difícil convencer a estos orgullosos hombres de que muriesen. Uno preguntó: '¿Por qué debería morirme? ¡Yo luché en la auténtica batalla de Omdurman y no morí!' Finalmente fue persuadido de que una muerte cinematográfica no era motivo de vergüenza  y accedió."

La batalla de Omdurman en Las cuatro plumas (fuente).

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Más cornás da la enfermedad que el enemigo

Como habréis deducido de mi anterior entrada, estos días estoy leyendo The Rise and Fall of the British Empire, de Lawrence James. Me han llamado mucho la atención las siguientes líneas sobre los problemas de la Royal Navy durante la Guerra de los Siete Años (1756-1763):
"...la armada necesitaba encontrar y mantener marineros para servir en sus barcos, muchos de los cuales debieron hacerse a la mar sin sus dotaciones completas. El mayor problema eran las bajas: de 70.000 hombres reclutados entre 1756 y 1759, 12.700 desertaron y una cantidad ligeramente mayor fallecieron por enfermedad. En contraste, 143 murieron como consecuencia de enfrentamientos con el enemigo entre 1755 y 1757."

domingo, 10 de noviembre de 2013

Si vas a Virginia llévate una rebequita (y algo de tabaco)

Estamos en Inglaterra, a comienzos del siglo XVII. En 1604 se firmó la paz con los españoles dejando un montón de emprendedores ociosos en busca de una nueva empresa en la que embarcarse. ¿Y qué mejor oportunidad que empezar una nueva vida al otro lado del océano? En abril de 1607 un primer contingente de 105 colonos embarca bajo la bandera de la recientemente fundada Compañía de Virginia bajo la promesa de encontrar la prosperidad en una fértil tierra con un agradable clima templado.

Jamestown, fundado por los colonos de la Compañía de Virginia, fue el primer asentamiento británico permanente en Norteamérica.

Un momento, ¿clima templado en Virginia? Posiblemente fuera exagerar un poco para un lugar donde se alcanzan 30º C en verano y -3º C en invierno. Y si además llegaba un invierno especialmente duro, como el de 1609-10, no era de extrañar que alguno de ellos llegara a afirmar que preferiría perder los miembros y mendigar en las calles de Londres antes que permanecer en Virginia.

Podríamos sospechar que nos encontrábamos con un temprano caso de publicidad engañosa, y que tal vez los miembros de la Compañía de Virginia habían exagerado un poco con vistas a conseguir voluntarios. Sin embargo no era así, y sus gestores estaban tan decepcionados como los propios colonos. La causa fue el conocimiento aún incompleto de los mecanismos del clima.

El error había sido suponer que, al compartir Virginia la misma latitud que España, ambos territorios debían tener un clima similar. De hecho los planes para la colonia eran desarrollar cultivos mediterráneos que permitieran reducir las importaciones de la metrópoli de Francia y España. Incluso se llegó a elaborar un plan para plantar olivos.

Glade-creek-west-virginia-winter-snow-pub - West Virginia - ForestWander
Invierno en Virginia. No sé, no termino yo de ver aquí los olivos (Fotografía de ForestWander. Wikipedia)

Ante estas cicunstancias no debería extrañarnos que en 1624 la Compañía de Virginia acabara disuelta. Y sin embargo la culpa no fue de la mala planificiación inicial, sino por disputas entre los inversores y a que el rey Jacobo I le retirara su favor descontento por la tendencia de la colonia hacia el gobierno popular.

De hecho cuando se disolvió la compañía Virginia iba camino de convertirse en uno de los territorios más prósperos de la corona británica, gracias a la apuesta por un nuevo cultivo que sí se adaptaba perfectamente a su clima y terreno: el tabaco. Fueron las plantaciones de Virginia las que consiguieron convertir un artículo de lujo en un producto popular. El éxito fue tan grande que al llegar el cambio de siglo el 20% de los impuestos por aduanas de Inglaterra provenían del tabaco (a pesar de que una de las cosas que Jacobo I le echara en cara a la Compañía de Virginia fue el iniciar el cultivo de aquel producto maloliente).

Este formidable aumento de plantaciones de tabaco requería una considerable mano de obra, más de la que podía encontrarse en la colonia. La solución fue importar convictos de la metrópoli: vagos, maleantes, prisioneros de las guerras civiles y rebeldes capturados en las insurrecciones de Escocia e Irlanda. Estos trabajadores forzosos podían llegar a ser comprados por entre 15 y 20 libras y después unos años de labor se les condecía la libertad, tras lo cual algunos decidían empezar una nueva vida en Virginia.

A pesar de que este sistema de trabajos forzados se fue haciendo cada vez más popular, acabó revelándose insuficiente para las demandas de las plantaciones, desembocando en el inicio del comercio de esclavos africanos en Norteamérica.

1670 virginia tobacco slaves
Esclavos trabajando en una plantación de tabaco de Virginia en 1670 (Wikipedia).

Fuentes:
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